Fragmento de mi novela breve
INICIO DE LA DECADENCIA
La
situación es sencilla, no es muy sencilla. ¿Alguien lo recuerda?. La Roja había
perdido nuevamente un partido frente a Uruguay por las eliminatorias a Francia
98, nada había cambiado, la clasificación al mundial estaba muy cercana. La
televisión y sus nuevos programas estelares, Viva el lunes, Martes 13, Sal
& Pimienta, Motín a Bordo y el infaltable Sábado Gigante. Eduardo Frei,
nuestro querido presidente, era un extranjero más, se lo pasaba de avión en
avión. Y bueno, había que restablecer las relaciones diplomáticas con todos los
países de la ONU, pero, a veces, abusaba el presidente de tanto vuelo
diplomático. El Chino Ríos había sido el número uno del mundo. Ese marzo fue
fabuloso, todos salimos a las calles. Un chileno era el mejor de todos, había
que celebrar. Estábamos tan acostumbrados a ser perdedores. Yo disfrutaba
mirando la Fórmula Uno, me creía Schumager, a veces, Hakkinen, nunca fui
Villenueve o Alesi. El mejor de todos: Senna.
Yo
estaba enamorado de la animación japonesa. Dragon Ball se convirtió en parte de
mi rutina. Después del colegio, en las tardes, pegado al televisor, esperando
las aventuras del gran Gokú, del pelado Krillin, de Gohan, hasta del enojón
Vegeta. Parecía pertenecer a ese mundo. Entonces, cambiaba de canal y me
encontraba con Los Caballeros del Zodiaco, otra animación japonesa memorable.
Yo me creía el Dragón, un caballero de bronce, y me enojaba porque mi signo,
Libra, no tuviera un caballero que la defendiera más que el admirable maestro
del dragón. En general, debo confesar que estaba embrujado de los dibujos
animados. Sobre todo de los japoneses. Dragon Ball, Los Caballeros del Zodiaco,
Mikami, Ranma, hasta las Sailor Moon. Nunca fui devoto de Pokemón. Aunque es
posterior a estas nobles series, quizás ya estaba perdiendo la magia de la
infancia.
Era
infaltable encontrar cada año la cara de Don Francisco que buscaba apoyo para
la Teletón: Tremendas gigantografías, eslóganes, canciones, historias
lamentables que terminaban con el corazón en la mano de cada televidente, niños
paralíticos, injusticias, dinero, dinero, dinero. Todos éramos iguales en esa
noble cruzada. Escribíamos por todas partes: ¡Vamos Chilenos!, con esa canción
que se ha convertido en nuestro segundo himno nacional, con la esperanza puesta
en Francia, en Zamorano, en Salas, en el Za-Sa, en el coto Sierra, en el murci
Rojas, en el pelado Acosta. En el colegio nos enseñaban inglés: one, two, three,
four, five hasta llegar al one hundred (que aburrido), vocabulary (sobre todo
sustantivos y adjetivos). Conjugar el verbo to be. Algunos afortunados, en
cambio, hablaban en francés, la lengua del amor, del sexo, del libertinaje.
Nosotros odiábamos de todo corazón a esos estudiantes franceses amanerados, no
sabíamos nada en inglés, con suerte sabíamos insultarlos y no lo necesitábamos,
si estaba ese “hueón” tan chilensis.
En
los recreos jugábamos a las polcas o bolitas como les llamaban. En septiembre,
jugábamos al trompo y a elevar volantines, eso sí, con hilo curado, nunca nos
cortamos ni nos pasó nada. Para nosotros, esto era un verdadero riesgo. Pero,
el juego principal era el caballito de bronce. Generalmente, debido a mi poca
contextura física, yo era la cabecera del juego, no servía para ser parte del
tren de los caballitos. Mis amigos eran unos orangutanes. O por lo menos eso yo
creía cuando por falta de gente tenía que colocar mi espalda para soportar el
peso de sus malditas humanidades. La vida era tranquila, demasiado tranquila.
No sabíamos de guerra, drogas, alcohol ni cigarrillos. Esas son cosas del
futuro –decíamos sin importarnos nada de eso- disfrutamos a concho de una
infancia sana. Tuve la suerte de vivir en Yumbel, la Tierra Santa, cuna de San
Sebastián. En general, un pueblo opacado, tranquilo, envejecido, pasivo. Si no
fuera por el santo y por nosotros (los estudiantes de enseñanza básica) sería
otro pueblo fantasma olvidado. A nadie le importaba el progreso. Cuando íbamos
a Concepción quedábamos impresionados. Calles bulliciosas, repletas de personas que no hablaban entre
ellas, que caminaban apuradísimas; automóviles por doquier, ruidos infernales,
bocinas, garabatos, luces, violencia. No había ese olor a campo. El progreso no
nos interesaba, sólo queríamos jugar. Correr, ser unas bestias.
Ese
año todo el mundo esperaba el mes de junio o julio, ya no recuerdo el mes del
mundial de Francia, y la gente dale que
dale con el “Chileno, Chileno, Chileno de corazón, salta la barra y dale al tambor
que Chile va a ser campeón”. Había una fiebre amarilla mundialista, no era para
menos, dieciséis años sin ir a un mundial y ahí estábamos siendo estafados en
el grupo clasificatorio, los italianos que siempre se las arreglaban para
llegar a las finales, los austriacos que nos recuerdan el penal de Caszely que
pasó a la historia y los camerunenses con el sonido desbordante de esos leones
indomados que me hacía recordar a Wakanda. La coca-cola le daba con todo al
mundial, lo mismo hacía la cerveza Cristal y qué decir de los canales
televisivos. Nosotros seguíamos con las clases de inglés. Good morning miss! Good Bye miss!,
Please, help me miss!. En mi casa todos éramos evangélicos, todos
alabábamos al Señor. Mi hermana fue la primera que renunció a ese dogma. Yo
tuve que esperar otros años antes de huir de esa cárcel.
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