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JP Cifuentes Palma
JP Cifuentes Palma | Ñuble | 01/11/2020 22:36


Fragmento de mi novela breve


INICIO DE LA DECADENCIA

La situación es sencilla, no es muy sencilla. ¿Alguien lo recuerda?. La Roja había perdido nuevamente un partido frente a Uruguay por las eliminatorias a Francia 98, nada había cambiado, la clasificación al mundial estaba muy cercana. La televisión y sus nuevos programas estelares, Viva el lunes, Martes 13, Sal & Pimienta, Motín a Bordo y el infaltable Sábado Gigante. Eduardo Frei, nuestro querido presidente, era un extranjero más, se lo pasaba de avión en avión. Y bueno, había que restablecer las relaciones diplomáticas con todos los países de la ONU, pero, a veces, abusaba el presidente de tanto vuelo diplomático. El Chino Ríos había sido el número uno del mundo. Ese marzo fue fabuloso, todos salimos a las calles. Un chileno era el mejor de todos, había que celebrar. Estábamos tan acostumbrados a ser perdedores. Yo disfrutaba mirando la Fórmula Uno, me creía Schumager, a veces, Hakkinen, nunca fui Villenueve o Alesi. El mejor de todos: Senna.

Yo estaba enamorado de la animación japonesa. Dragon Ball se convirtió en parte de mi rutina. Después del colegio, en las tardes, pegado al televisor, esperando las aventuras del gran Gokú, del pelado Krillin, de Gohan, hasta del enojón Vegeta. Parecía pertenecer a ese mundo. Entonces, cambiaba de canal y me encontraba con Los Caballeros del Zodiaco, otra animación japonesa memorable. Yo me creía el Dragón, un caballero de bronce, y me enojaba porque mi signo, Libra, no tuviera un caballero que la defendiera más que el admirable maestro del dragón. En general, debo confesar que estaba embrujado de los dibujos animados. Sobre todo de los japoneses. Dragon Ball, Los Caballeros del Zodiaco, Mikami, Ranma, hasta las Sailor Moon. Nunca fui devoto de Pokemón. Aunque es posterior a estas nobles series, quizás ya estaba perdiendo la magia de la infancia.

Era infaltable encontrar cada año la cara de Don Francisco que buscaba apoyo para la Teletón: Tremendas gigantografías, eslóganes, canciones, historias lamentables que terminaban con el corazón en la mano de cada televidente, niños paralíticos, injusticias, dinero, dinero, dinero. Todos éramos iguales en esa noble cruzada. Escribíamos por todas partes: ¡Vamos Chilenos!, con esa canción que se ha convertido en nuestro segundo himno nacional, con la esperanza puesta en Francia, en Zamorano, en Salas, en el Za-Sa, en el coto Sierra, en el murci Rojas, en el pelado Acosta. En el colegio nos enseñaban inglés: one, two, three, four, five hasta llegar al one hundred (que aburrido), vocabulary (sobre todo sustantivos y adjetivos). Conjugar el verbo to be. Algunos afortunados, en cambio, hablaban en francés, la lengua del amor, del sexo, del libertinaje. Nosotros odiábamos de todo corazón a esos estudiantes franceses amanerados, no sabíamos nada en inglés, con suerte sabíamos insultarlos y no lo necesitábamos, si estaba ese “hueón” tan chilensis.

En los recreos jugábamos a las polcas o bolitas como les llamaban. En septiembre, jugábamos al trompo y a elevar volantines, eso sí, con hilo curado, nunca nos cortamos ni nos pasó nada. Para nosotros, esto era un verdadero riesgo. Pero, el juego principal era el caballito de bronce. Generalmente, debido a mi poca contextura física, yo era la cabecera del juego, no servía para ser parte del tren de los caballitos. Mis amigos eran unos orangutanes. O por lo menos eso yo creía cuando por falta de gente tenía que colocar mi espalda para soportar el peso de sus malditas humanidades. La vida era tranquila, demasiado tranquila. No sabíamos de guerra, drogas, alcohol ni cigarrillos. Esas son cosas del futuro –decíamos sin importarnos nada de eso- disfrutamos a concho de una infancia sana. Tuve la suerte de vivir en Yumbel, la Tierra Santa, cuna de San Sebastián. En general, un pueblo opacado, tranquilo, envejecido, pasivo. Si no fuera por el santo y por nosotros (los estudiantes de enseñanza básica) sería otro pueblo fantasma olvidado. A nadie le importaba el progreso. Cuando íbamos a Concepción quedábamos impresionados. Calles bulliciosas,  repletas de personas que no hablaban entre ellas, que caminaban apuradísimas; automóviles por doquier, ruidos infernales, bocinas, garabatos, luces, violencia. No había ese olor a campo. El progreso no nos interesaba, sólo queríamos jugar. Correr, ser unas bestias.

Ese año todo el mundo esperaba el mes de junio o julio, ya no recuerdo el mes del mundial de Francia,  y la gente dale que dale con el “Chileno, Chileno, Chileno de corazón, salta la barra y dale al tambor que Chile va a ser campeón”. Había una fiebre amarilla mundialista, no era para menos, dieciséis años sin ir a un mundial y ahí estábamos siendo estafados en el grupo clasificatorio, los italianos que siempre se las arreglaban para llegar a las finales, los austriacos que nos recuerdan el penal de Caszely que pasó a la historia y los camerunenses con el sonido desbordante de esos leones indomados que me hacía recordar a Wakanda. La coca-cola le daba con todo al mundial, lo mismo hacía la cerveza Cristal y qué decir de los canales televisivos. Nosotros seguíamos con las clases de inglés. Good morning miss! Good Bye miss!, Please, help me miss!. En mi casa todos éramos evangélicos, todos alabábamos al Señor. Mi hermana fue la primera que renunció a ese dogma. Yo tuve que esperar otros años antes de huir de esa cárcel.


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