Crónica de Terezin (Fragmento)
Todo aquí es oscuridad. El abuelo Phillippe está durmiendo, reconozco sus ronquidos, nadie ronca como tu abuelo decía mi madre. Mi papá Maurice no deja de mirar por la pequeña ventana. Joshua, mi hermano mayor, está muy callado. Todos están ocupados de sus propios asuntos. Yo quiero salir al aire libre. Estoy encerrado en un vagón de un tren desconocido. Un vagón repleto de personas, solamente hombres, niños, ancianos, no hay mujeres, niñas, ancianas ni mascotas. Ya no está mi madre y mi hermana.
Recuerdo caminar
por las calles de Bruselas. Solía jugar al fútbol con André, mi vecino. Pero un
día, no recuerdo cual, se terminó la diversión de esos años. Ya no recuerdo el
aire a limpieza de la vieja Bruselas. Joshua camina de un lugar a otro en el
vagón. Algo debe estar planeando mi hermano. Ya no es ese Joshua que salía en
bicicleta conmigo los sábados en la tarde. Ahora tenía diecinueve años. Era
todo un hombre. Era un artista, un poeta.
Mi padre me
llevaba algunas tardes a pasear por la Grand Place de Bruselas. Nos sentábamos
en una banca y él me abrazaba. Yo me quedaba observando la torre del reloj por
un largo rato. En mis sueños yo deseaba construir un edificio muy grande y
lujoso, fantaseaba con imágenes de un futuro productivo. La pequeña Marie nos
acompañaba en estos paseos. Hace dos días que nos separaron. Vivíamos en una
ciudad desconocida, de un día para otro nos tuvimos que ir de la vieja casona
que teníamos en Bruselas.
¿Estaremos
regresando nuevamente a Bruselas? Extraño mi ciudad. Mis amigos, las calles, la
vieja casona, la torre del reloj, mis sueños, la Sinfónica, el teatro, los
conciertos de mi padre, las historias de mi abuelo, las caricias de mi madre,
las canciones de la pequeña Marie, las tardes en bicicleta junto a Joshua, nada
de eso existe ahora. No soy consciente de porqué nos tratan de esa manera. No
sé cuál es el fin de trasladarnos de un lugar a otro. Unos militares dicen que
somos unos cerdos. No sé a qué se refiere, a veces mi abuelo Phillippe ronca
como un cerdito, pero, ¿Y yo?, no sé qué significa ser un puto judío.
La abuela Rachel
nos solía preparar un guiso de conejo. Era un plato delicioso. Cenábamos
alrededor de las diez de la noche, cuando mi padre regresaba del teatro. El
papá nos contaba las aventuras de su concierto. Mi padre era un músico, tocaba
el oboe. Era uno de los miembros de la Orquesta Filarmónica de Bruselas.
Siempre se vestía de forma elegante, como un millonario. Es extraño mirarlo
ahora. Sucio, sin elegancia, sin afeitarse, mudo, mirando sin cesar por esa
pequeña ventana de este vagón.
¿Qué fue lo
último que me dijo mi madre cuando nos despedimos ayer? Trato de recordar, solo
encuentro abrazos, lágrimas, besos. Ella no me hablaba a mí, solo conversaba
con mi padre, el abuelo Phillippe y mi hermano Joshua. La pequeña Marie tomó
mis manos y me preguntó si sabía a donde íbamos. Quise decirle que regresábamos
a Bruselas. Pero, no estaba seguro de que ese fuera nuestro destino, regresar
nuevamente a la vieja casona, regresar nuevamente al colegio a leer a Stevenson
y Victor Hugo, regresar nuevamente a la habitación de mi padre, a escuchar como
tocaba el oboe y quedarme dormido placenteramente al ritmo de esas melodías. Le
dije a mi hermana que nos reuniríamos pronto nuevamente, que ya nos íbamos de
esta horrible ciudad para vivir en una mejor.
Un día de mayo
llegaron unos militares a nuestra casa. Eran unos austriacos, unos muchachos un
poco mayor que mi hermano Joshua. Venían con un decreto: “Todos los judíos
deben irse de la ciudad inmediatamente para ser llevados a un ghetto”. Recuerdo
que mi madre se puso a llorar; mi abuelo Phillippe intentó oponerse junto con
mi hermano Joshua, uno de los muchachos disparó a un hermoso jarrón que había
en la biblioteca. Todos se callaron, la pequeña Marie se asustó y se puso a
llorar; yo corrí a su lado para consolarla.
Fue mi padre quien tranquilizó toda la situación; obligó a mi abuelo y a
mi hermano Joshua para que obedecieran el decreto. En un par de horas
desalojamos la casa. Cada uno llevaba una maleta. Yo cogí unas cuantas ropas y
mi pequeña colección de novelas de aventura que me había regalado la abuela
Rachel.
Yo estaba
sentado en un rincón del vagón. Al lado mío venía un hombre llorando. Era un
hombre de unos cincuenta años, un poco mayor que mi padre. Era gordo, canoso, y
no dejaba de contemplar una fotografía en blanco y negro. Solo por curiosidad
miré la fotografía. Estaba ese hombre junto con una mujer, los dos, solos,
tendidos en el pasto.
Una gran
multitud se reunió cerca de la estación de Bruselas. Todos en las mismas
condiciones que nosotros. Cada uno de ellos llevaba una maleta en sus manos,
cada uno de ellos preguntaba a donde nos llevaban ahora, cada uno de ellos era
un puto judío. Lo malo, es que no sabía qué era un puto judío y nadie
contestaba mi pregunta.
El abuelo
Phillippe dormía placenteramente. Él fue un soldado del rey Leopoldo II.
Seguramente esto era cotidiano en su vida. Nada lo demacraba. Salvo la muerte
de la abuela Rachel. Murió una tarde de Febrero. La nieve caía copiosamente.
Desde ese día el abuelo dejó de hablar, solo se limitaba a monosílabos. “Sí”,
“No”, “Déjame”, “Vete”, “Idiota”; “Dios mío, Dios mío”.
El médico señaló
que la abuela murió de tuberculosis. A mí me daba mucha rabia. Nadie me explicó
qué era la tuberculosis. Ni siquiera mi hermano Joshua. La pequeña Marie y yo
vivíamos en otro mundo dentro de la vieja casona. Mi madre nos vigilaba demasiado,
me obligaba a cuidar de mi hermana. Joshua ya no me cuidaba a mí, él era ahora
un hombre como mi abuelo o mi padre.
Recuerdo que
llegamos un viernes a la ciudad Ghetto. A veces, yo solía acompañar a mi padre
en sus giras que hacía por Bélgica o el resto de Europa junto a la Orquesta,
pero nunca había estado en una ciudad tan horrible. El Ghetto era una ciudad
desconocida. Unas cuantas calles, unos edificios mal terminados, sobrepoblación
de personas, un olor nauseabundo de alcantarillas, muchos ratones y mucha
basura. La ciudad estaba cercada por alambres de púa y un gran muro de unos 20
metros de altura. La ciudad estaba
vigilada por un centenar de militares austriacos que nos miraban
despectivamente. Unos perros que parecían lobos por su agresividad. Una
estridente y aguda sirena que asustaba a la pequeña Marie cada vez que tocaba.
Yo corría a su lado, mi madre ni se preocupaba de nosotros, nos abandonó a
nuestra suerte. Debía preocuparse de reconstruir esta vieja pieza que nos
dieron para vivir. Mi padre y mi hermano
Joshua salían desde muy temprano. Regresaban en la tarde muy cansados, con unas
cuantas monedas y con alimentos. Mi abuelo Phillippe ya había tomado la
decisión de responder solo a monosílabos.
¿Qué significa
estar en guerra, o por qué debemos estar en guerra si ni siquiera nos
preguntaron si queríamos esta guerra? Trataba de responder a esta pregunta
cuando no podía dormir en las noches, mientras vivíamos en la ciudad de El
Ghetto. Yo dormía en una cama junto a mi hermano Joshua y la pequeña Marie, los
tres, muy apretados. El abuelo se negó a dormir en la otra cama y se acostaba
en un viejo sillón negro. Yo sabía que mi hermano Joshua tampoco dormía en las
noches, siempre lo encontraba murmurando, la única que dormía era la pequeña
Marie. Mi hermano hablaba de unos malditos nazis, unos malditos austriacos, de
unos malditos judíos, de una maldita guerra, de una maldita casa, de una
maldita cama, de una maldita vida. Todo se limitaba en su boca a ser algo
maldito. Supe que esa palabra era mala cuando un día, cansado de almorzar
siempre papas con algo que parecía carne, dije estar aburrido de comer estas
malditas comidas. No alcancé a reaccionar. Mi madre me tomó fuertemente de un
brazo me arrastró al viejo sillón en donde dormía el abuelo y me pegó en el
trasero con una varilla. Fui valiente y no lloré, pero mi madre lloraba
desconsoladamente.
El señor gordo y
canoso se dio cuenta de que yo miraba fijamente la fotografía que él tenía en
sus manos. Secó sus lágrimas, guardó la
fotografía en un viejo maletín café y me miró fijamente a los ojos. Yo me
asusté mucho, intenté llamar a mi padre para que me defendiera, pero estaba
ensimismado frente a esa ventana. Por suerte, el hombre prefirió cerrar los
ojos y dormir. Era lo más adecuado, algo me decía que este era un largo viaje.
La comida
comenzó a escasear en la ciudad de El Ghetto. Ya ni siquiera estaban esas
malditas papas en el almuerzo. El almuerzo se limitaba a ser agua caliente con
sal y unos pedazos de harina cocidos. Ya no existían las abundantes cenas de
antaño cuando vivíamos en la vieja casona en Bruselas, ya no estaba el guiso de
conejo de la abuela, ya no estaba la abuela, ya no estaban los acordes que mi
padre tocaba con el oboe después de cenar, ya no estaba el oboe, mi padre lo vendió
por unas cuantas malditas papas que ahora extraño en mi cena.
Pensé que el
abuelo Phillippe había despertado. Sólo se movió para cambiar de posición. Mi
abuelo me contaba historias extraordinarias; él fue quien me enseñó que la
guerra era algo inolvidable. Que estaba hecha solo para los valientes, los
fuertes vencían a los débiles, pero sobre todo, la inteligencia vencía a la
torpeza. Yo me quedaba escuchando junto a mi hermano Joshua y la pequeña Marie
que era una niñita de pecho, en esos años, las historias de batallas épicas de
mi abuelo Phillippe al mando de un ejército belga en tierras africanas. Joshua
era quien más se interesaba en esas historias, le preguntaba al abuelo las
técnicas para sobrevivir en la guerra y él siempre decía: se sobrevive a la
guerra con la esperanza de que triunfaremos.
Mi única función
en la ciudad de El Ghetto era cuidar a mi hermana Marie. Ninguno de los dos
podía salir a las calles. Poco a poco nos fuimos encerrando en nuestro propio
mundo. La pequeña Marie quería jugar todo el día. Inventábamos tantas cosas,
tantos juegos, no sabíamos de guerra, no sabíamos de El Ghetto, no sabíamos que
éramos unos putos judíos. Todo se limitaba a la imaginación.
Le prometí a la
pequeña Marie que nos íbamos a juntar nuevamente. Ella se fue con mi madre y
otras mujeres en un tren desconocido. Le pregunté a mi padre a dónde se dirigía
ese tren, él sólo se limitó a llorar y abrazarme.
Mi padre tuvo
una fuerte discusión con mi hermano Joshua. Todos estábamos en la cena. Mi
padre había regresado hace unas horas desde Marsella en donde fue con la
Orquesta a presentar su concierto. Joshua dijo que tras terminar sus estudios
no entraría en la universidad, sino que se alistaría en el ejército belga como
lo hizo su abuelo en el pasado. Mi padre no aceptaba semejante decisión tan
apresurada. La pequeña Marie y yo mirábamos muy sorprendidos esta discusión. El
abuelo Phillippe apoyaba a Joshua incondicionalmente, lo alentaba a que
eligiera su futuro y que no se lo impusiera nuestro padre. La abuela trataba de
que el abuelo no se metiera en la discusión, mi madre lloraba. Mi padre seguía
alegando con Joshua. Joshua dijo que no quería ser un hombre tan imbécil como
mi padre, un inepto, alguien incapaz de cuidar a su familia, él iba a ser un
hombre de verdad, un militar como su abuelo, un aventurero, un luchador. Mi
padre golpeó la mesa. La pequeña Marie se puso a llorar. Mi madre tomó a la
pequeña Marie en sus brazos y la llevó al dormitorio. Mi padre se levantó de la
mesa, abrió la puerta y se fue de la casa. La abuela fue a ver como estaba la
pequeña Marie. El abuelo felicitaba a mi hermano Joshua quien trataba de
dominarse para no llorar. El abuelo llevó a mi hermano Joshua a su pieza a
mostrarle unas fotos de su viaje a las tierras africanas, a conquistar el Congo
Belga, en nombre del rey Leopoldo II. Me quedé solo en la mesa. Nadie se fijó
en mí. Todos lloraban o estaban ocupados de sus propios asuntos. Ese día supe
que yo cuando creciera iba a ser como mi padre. Un hombre de bien, un hombre
que detestara la guerra y la violencia, alguien que amara la paz y la
tranquilidad. Cuando mi padre regresó a la casa alrededor de las cuatro de la
mañana yo estaba durmiendo en la mesa. Mi padre me despertó y me preguntó qué
hacía durmiendo ahí y no en mi cama. Dije que estaba esperándolo, dije que yo
prefería ser como él, un hombre de bien y no un cruel soldado como mi abuelo o
mi hermano Joshua. Mi padre me abrazó y se puso a llorar.
Al otro día mi
hermano fue con mi abuelo Phillippe a presentarse en las Fuerzas Armadas.
Cuando mi padre lo supo ya no se enfadó, había resignación en su rostro. Mi
madre abrazó a mi padre y le pidió paciencia o fortaleza. La abuela se ocupó de
la pequeña Marie y de mí. Nos llevó a pasear al centro de la ciudad. Nos compró
unos juguetes y ropa. Terminamos nuestro viaje en la heladería del viejo
Brueghel, un hombre enojón que tenía los mejores helados de toda la ciudad.
Cuando regresamos a la casa el abuelo nos contó que Joshua había quedado
seleccionado en las Fuerzas Armadas de Bélgica.
El tren poco a
poco comenzó a detener su marcha. El abuelo despertó automáticamente como si
hubiera escuchado el sonido de esa sirena que lo desesperaba mientras estábamos
en la ciudad de El Ghetto. Todos fueron a la pequeña ventana en donde mi padre
estaba mirando hacia el exterior. Joshua levantó al abuelo Phillippe del
suelo, ambos se miraron fijamente y
actuaban como si de verdad fueran unos soldados que estaban prisioneros por el
ejército enemigo.
— Un puto judío
es un animal, un cerdo, no es un humano, es una bestia que merece morir—. Eso
me contestó un muchacho austriaco que fue a revisar nuestra pieza para ver si
teníamos algo de valor oculto en esta habitación— escucha niño, un puto judío
es una anomalía, un ser despreciable, alguien que no merece la pena de ser
llamado humano, así que no intentes nunca más preguntarme algo, me escuchas, si
no quieres que te mate inmediatamente maldito cerdo. Eres un niño asqueroso— me escupió en la
cara— tu hermana es una pequeña puta judía igual que tu madre—. Miré hacia la
otra habitación, dos jóvenes militares estaban manoseando a mi madre. Mi madre
estaba desnuda y tenía a un hombre mayor arriba de su cuerpo. La pequeña Marie
estaba escondida en el armario. El abuelo permanecía estático en el sillón, sin
decir palabras. Cuando se fueron los militares, yo corrí a sacar a la pequeña
Marie del armario y le llevé ropa a mi madre. Los tres lloramos. Supe que judío
era una palabra prohibida. Supe que yo era un judío y que nos odiaban.
Mi madre me hizo
prometer que no le iba a contar a nadie de lo que pasó en esta pieza. Nadie
podía saber que unos militares entraron en el cuarto. Mi padre no podía
enterarse de que un viejo gordo abusó de mi madre; el abuelo prometió con su
silencio no decir nada. Joshua no podía enterarse de la verdad. Lo más seguro
es que mi padre se enojara pero no hiciera nada para arreglar este desagravio,
pero mi hermano Joshua no se iba a quedar tranquilo. Él buscaba hace tiempo
cualquier motivo para aplicar sus tácticas de guerra en contra de los
austriacos. La ciudad de El Ghetto ya no me pareció horrible, era un infierno.
Mis libros que
rescaté de una muerte segura cuando abandonamos la vieja casona en Bruselas me
acompañaron en estos difíciles días en la ciudad de El Ghetto. Decidí leerle a
la pequeña Marie las aventuras que a mí me fascinaban. Es así como la pequeña
Marie supo de la existencia de una isla del tesoro, de la revolución francesa,
de un conde de Montecristo que sobrevivió en la cárcel, de un cura llamado
Julián Sotel que quería ser una persona millonaria, es así como fueron
desfilando los autores. Stevenson, Sthendal, Dumas, Victor Hugo nos acompañaron
en estos días de invierno, en estos tiempos de odio a los putos judíos.
El tren se
detuvo. Todo seguía siendo oscuridad y sombras. Joshua y mi abuelo se acercaron
al lado de mi padre. Como se hizo ya de costumbre, ellos se olvidaron de mí; yo
extrañaba a la pequeña Marie, ni siquiera me preocupaba mucho del destino de mi
madre, pero mi hermanita debía estar bien, debía soportar todo porque algún día
se iba a terminar esta guerra, yo también debía soportar todo para volver a
encontrarme con mi pequeña Marie y con mis libros.
Mi madre me
abrazó muy fuerte. Pero no me dijo nada.
Ella no soportó las lágrimas cuando abrazó a mi hermano Joshua. Joshua se había
convertido en el líder de la familia. Mi padre alejado de su oboe y de su
orquesta era nadie. Joshua tomaba las decisiones de la casa. Mi padre ni
siquiera alegaba. El abuelo no decía nada y mi madre apoyaba a Joshua como si fuera su esposo.
Gracias a nuestro hermano la familia sobrevivió a la estadía en la ciudad de El
Ghetto. Yo le regalé a la pequeña Marie la colección de libros que leíamos tan
maravillados todo el día en la pieza. La pequeña Marie besó mi mejilla y nos
abrazamos. Éramos dos niños que llorábamos por asuntos de unos adultos.