Papayas al desayuno
Me acuerdo perfectamente de esa mañana, de esa escena, tal como si se tratase de una pintura. Tengo nítido en mi mente el color de las hojas de los árboles que se reflejaban en la ventana de la galería de la casa. Recuerdo sus manos blancas, sus dedos alargados, su ausencia de joyas, su nariz altanera que solía arrugar cuando algo le desagradaba o enojaba. Esa mañana ella arrugaba su nariz más que de costumbre, fue nuestra última pelea y también la última vez que nos vimos. La razón de la pelea fue que yo no me quería tomar el jugo de papayas que me me obligaba a tomar todos los días. -Es para que no se pierdan las papayas, solía decir. Lo que pasó más tarde lo tengo bloqueado, solo recuerdo a mi padre cubriéndose su moreno rostro con las manos, para que yo no lo viera llorar, pero sus sollozos traspasaban las paredes de nuestra casa. Esa noche, me dormí con hambre y una sensación que hoy puedo describir como un mal presentimiento. Al otro día nadie me despertó para ir al colegio, por lo que dormí hasta la hora de almuerzo, al abrir los ojos, vi a mi padre en la puerta de mi pieza. -Tu mamá se ha ido. me dijo con total frialdad. No hice preguntas, lloré bajo los árboles del patio, tuve miedo, me enfermé por no comer en varios días, me salieron ronchas en el rostro, no fui al colegio, luego mi papá me sacó del colegio y me puso en otro, llegó una nana a trabajar a la casa, luego una señora a vivir, luego tuve un hermano pequeño, cumplí años, empecé a hacer preguntas, contesté el teléfono muchas veces esperando escuchar la voz de mi madre, recé para que apareciera, inventé historias para contarle a las personas que me preguntaban por ella. La nueva pareja de mi padre se fue un día de la casa y se llevó a mi hermano, volvimos a estar mi papá, yo y la señora que trabajaba en la casa. Pasaron los años y me fui a vivir a Santiago para estudiar allá, a mi padre lo empecé a ver cada vez menos, hasta que las visitas se redujeron a solo una vez al año. Un día hubo un paro grande en la Universidad y no tenía mucho sentido quedarme en Santiago por tantos meses haciendo nada, así que decidí volver. Todo estaba igual, aunque la casa se veía sucia y tenía mucho olor a humedad, el jardín trasero estaba descuidado y el papayo completamente seco. Un día sonó el teléfono, era una llamada internacional desde España, mi madre estaba muy enferma y le había pedido a su pareja que nos contactara. Su pareja era una mujer y mi papá lo había sabido siempre. Escuché la voz de mi madre, era una voz hermosa, que no recordaba, me preguntó si la quería, yo le dije que sí, también le dije que la perdonaba y luego corté. Le mentí, abracé a mi padre, miré por la ventana y vi como las hojas de los árboles se azotaban contra los vidrios, lloré y me tiré al suelo, sentí un dolor inmenso en el estomago, mi padre me recogió del piso y me sentó en una silla. No me pidió perdón por no contarme la historia completa, yo tampoco le exigí nada. Nunca más supe de mi madre, no sé si su salud mejoró o empeoró. No la culpo por nada, pero tampoco siento cariño por ella, solo sé que desde los nueve años nunca volví a probar una papaya.
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