La manzanilla y la lluvia
Pongo a hervir agua mientras no pienso en nada más que descansar mi cuerpo un par de horas. Es temprano y no hay bandurrias cantantes, esas aves migrantes, tan bellas que observo cuando voy a correr o voy al bosque en busca de libertad, y paz. Animo mis ojos a verlas; a mis oídos, a escucharlas. Adivinar su lenguaje, muy poco distinto al mío. He comprendido uno de sus sonidos, cuando buscan compañerxs de vida, o cuando van hambrientxs, o cuando no hallan a sus crías. «¿Así se escuchaba cuando mamá no me encontraba?» La desesperación de la pérdida de un ser queridx como un hijx, es una comunicación que me parece, es entendible en todas las lenguas del mundo.
«El cielo está horrible. Parece que va a llover», le digo a F. Ahora llueve como si el mundo fuera a terminarse. Hoy es el eclipse y estoy lista ¿para qué? Sigo pensando que el mundo en cualquier momento fuera a terminarse y a la humanidad poco va a importarle –o quizá sí– quizá les importe lo que ideaban inestinguible es propenso a la desaparición. Quizá, allí cambien, en el último aliento de supervivencia. En fin, he calculado la lluvia para la tarde, va a ser un buen día. Y pienso todo esto mientras bebo mi manzanilla matutina. Así pienso que el mundo es menos feroz y más apañador conmigo. Y la lluvia, que nunca nos falte.
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