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Iago Ihüen
Iago Ihüen | Metropolitana de Santiago | 21/03/2021 16:47

La Secta Organización


         Estoy intentando entrar en ello, en la caída precoz del espíritu ante una experiencia catastróficamente horrorosa. ¿Quién podría imaginar que nuestras pasiones, antes de darnos el grado último de deleite, nos entregarían a la ruina? ¿Será este el quid del asunto, el núcleo que nos hace recapacitar antes de ver satisfechos nuestros hambrientos deseos corporales e intelectuales? Los de la pasión, la pasión egoísta que, al momento de verse satisfecha, el tiempo ya la ha dejado atrás; y a través de ella comprobamos, con tristeza y amargura, el hondo vacío que nos envuelve de forma lenta pero inexorable.

         Si mi discurso ha iniciado acerca de las pasiones, es debido a que he estado leyendo a Wilde. A nadie debería asombrar que, en este simple acto de alocución, me encuentre en uno de esos hermosos jardines ampliamente floreados, bellos, decorados con toda clase de fragantes flores, bajo la luz incierta de una luna llena; y la brisa que circula y que mece tan suavemente a las gardenias, los girasoles y las rosas me haga ver que, aunque mi pasión me haya llevado a la ruina, siempre podré observar la maravilla del paisaje celestial que me rodea.

         Fue hace mucho tiempo. He arrastrado estos recuerdos por años. En la lejana época de mi juventud y disponiendo de una fortuna nada desdeñable me entregué a uno de esos sórdidos, implacables matices de lo misterioso que conllevan todo lo relacionado al estudio de los temas místicos, de carácter ocultista, que las antiguas tradiciones orientales han vertido sobre esta área de occidente. A mis jóvenes 30 años, habiendo leído a Crowley por pura casualidad, y luego de haber quedado profundamente conmovido y fascinado con el tema, con el apasionado impulso de la intemperancia y el deseo de experimentar y conocer cosas nuevas me afilié a una pintoresca organización secreta —comúnmente conocida como secta— cuyo fin era, entre otras cosas, la desconocida revelación del papel humano en toda la creación del cosmos; el develamiento de sus raíces y el destino primigenio al cual todos de alguna u otra forma nos dirigimos.

         Esta agrupación, emparentada con la lejana Golden Dawn de la que Crowley era miembro, mantenía indiscutibles semejanzas con los criterios iniciáticos del viejo alquimista inglés. No obstante, por razones de singular carácter había modificado sus metodologías de estudio. Si bien la misión fue siempre el autoconocimiento del ser humano, se valió de toda la cosmología local de esta área de Sudamérica para sentar las bases de lo que posteriormente denominaría “El verdadero sendero”. En este proceso, me encontré con las enseñanzas y legados de antiguas tradiciones mayas, mapuches, incas y aztecas, entre otras tantas, generalmente del área sudamericana y mesoamericana. Sin embargo, cuando se me presentó la documentación sobre una cierta cultura que se creía extinta de indígenas ancestrales, que habían explorado el continente mucho antes de la llegada de Colón, de la caída del imperio romano; mucho antes incluso de la aparición de los primeros homínidos africanos se entenderá que mi asombro llegó hasta las nubes, para luego decaer hasta el más profundo de los infiernos. Como si trataran de someter a prueba mis nervios de miembro recién iniciado me encontré cara a cara con un individuo de esta cultura.

         Esa noche yo estaba nervioso. Sumamente nervioso y tenso. Sólo en la fantasía y la ficción se conocen claros ejemplos de inmortalidad. Sin embargo... ¡Esto era estremecedoramente antinatural! El individuo que tuve ante mí se presentó con una larga túnica de felpa que cubría su cuerpo enteramente. La sala en donde fuimos convocados tenía sobre las oscuras y largas repisas velas con una luminiscencia extraordinariamente tenue. Más tarde supe que se debía a que su piel era demasiado sensible; para los años que su cuerpo tenia encima, necesitaba una dosis en extremo regulada de luz. La figura, alta pero espantosamente encorvada, comía muy poco, se desplazaba con enorme lentitud, y sus huesos parecían crujir a medida que movía su pesada y antiquísima humanidad. A su lado, vi a dos acompañantes de la organización sirviendo de soporte aunque, en realidad, el viejo ser no los necesitaba. Tomó asiento justo en frente de mí, en la larga mesa de ceremonias marcada con el archiconocido símbolo del pentagrama y un dibujo de formas helicoidales que recordaba vagamente la estructura del ADN.

         Entonces oí su voz. Un ligero susurro, casi inexistente. Una voz cavernosa, áspera, que reflejaba años y años de una vida tortuosa y vacilante. Algo murmuró, algo que no pude entender y mucho menos recordar. Y de pronto, sin previo aviso, ante mi mirada estupefacta y llena de perplejidad se sacó la túnica que recubría su cabeza.

         Creo que fue en este punto en que me volví loco. Lo vi un momento y ya no pude seguir viendo. Mi pulso se aceleró. Mi visión se nubló en un instante. Perdí el sentido y quedé inconsciente sobre el suelo.

         Cuando desperté algunas horas después me hallaba en mi hogar. Por alguna razón que desconocía temblaba de miedo. Por alguna razón que desconocía y sin saber precisamente por qué. Entonces intenté recordar, y volví a temblar sin conocer el motivo. Se presentó un miembro de la secta al día siguiente. Me hizo saber que desde aquel momento ya no formaba parte de la organización. Me obligó a firmar y prometer que nunca en mi vida contaría lo que había visto, o bien, lo que pudiera recordar. No tuvo que insistirme demasiado pues afortunadamente mi memoria ha sido generosa y borró casi todo lo que sucedió esa noche; aunque, a medida que pasa el tiempo he logrado recordar poco a poco ciertos elementos que me hacen estremecer aún más. No hace falta mencionar que ya no se trataba de una persona. Con toda seguridad los años hacen mutar, mutar horriblemente nuestros cuerpos; y puede que, con el tiempo, perdamos toda la similitud que un día nos hizo llamar seres humanos. Mi pasión me llevó a conocer cosas formidablemente monstruosas. Y temo que mi vida se prolongue más allá de lo estrictamente necesario. Cuando compruebe que mi piel empiece a resquebrajarse y cambiar de color, me volaré los sesos.

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