La Secta Organización
Estoy intentando entrar en
ello, en la caída precoz del espíritu ante una experiencia catastróficamente
horrorosa. ¿Quién podría imaginar que nuestras pasiones, antes de darnos el
grado último de deleite, nos entregarían a la ruina? ¿Será este el quid del
asunto, el núcleo que nos hace recapacitar antes de ver satisfechos nuestros
hambrientos deseos corporales e intelectuales? Los de la pasión, la pasión
egoísta que, al momento de verse satisfecha, el tiempo ya la ha dejado atrás; y
a través de ella comprobamos, con tristeza y amargura, el hondo vacío que nos envuelve
de forma lenta pero inexorable.
Si mi discurso ha iniciado
acerca de las pasiones, es debido a que he estado leyendo a Wilde. A nadie
debería asombrar que, en este simple acto de alocución, me encuentre en uno de
esos hermosos jardines ampliamente floreados, bellos, decorados con toda clase
de fragantes flores, bajo la luz incierta de una luna llena; y la brisa que circula
y que mece tan suavemente a las gardenias, los girasoles y las rosas me haga
ver que, aunque mi pasión me haya llevado a la ruina, siempre podré observar la
maravilla del paisaje celestial que me rodea.
Fue hace mucho tiempo. He
arrastrado estos recuerdos por años. En la lejana época de mi juventud y
disponiendo de una fortuna nada desdeñable me entregué a uno de esos sórdidos,
implacables matices de lo misterioso que conllevan todo lo relacionado al
estudio de los temas místicos, de carácter ocultista, que las antiguas
tradiciones orientales han vertido sobre esta área de occidente. A mis jóvenes 30
años, habiendo leído a Crowley por pura casualidad, y luego de haber quedado
profundamente conmovido y fascinado con el tema, con el apasionado impulso de
la intemperancia y el deseo de experimentar y conocer cosas nuevas me afilié a
una pintoresca organización secreta —comúnmente conocida como secta— cuyo fin
era, entre otras cosas, la desconocida revelación del papel humano en toda la
creación del cosmos; el develamiento de sus raíces y el destino primigenio al
cual todos de alguna u otra forma nos dirigimos.
Esta agrupación,
emparentada con la lejana Golden Dawn de la que Crowley era miembro, mantenía
indiscutibles semejanzas con los criterios iniciáticos del viejo alquimista
inglés. No obstante, por razones de singular carácter había modificado sus
metodologías de estudio. Si bien la misión fue siempre el autoconocimiento del
ser humano, se valió de toda la cosmología local de esta área de Sudamérica
para sentar las bases de lo que posteriormente denominaría “El verdadero
sendero”. En este proceso, me encontré con las enseñanzas y legados de antiguas
tradiciones mayas, mapuches, incas y aztecas, entre otras tantas, generalmente
del área sudamericana y mesoamericana. Sin embargo, cuando se me presentó la
documentación sobre una cierta cultura que se creía extinta de indígenas
ancestrales, que habían explorado el continente mucho antes de la llegada de
Colón, de la caída del imperio romano; mucho antes incluso de la aparición de
los primeros homínidos africanos se entenderá que mi asombro llegó hasta las
nubes, para luego decaer hasta el más profundo de los infiernos. Como si
trataran de someter a prueba mis nervios de miembro recién iniciado me encontré
cara a cara con un individuo de esta cultura.
Esa noche yo estaba
nervioso. Sumamente nervioso y tenso. Sólo en la fantasía y la ficción se
conocen claros ejemplos de inmortalidad. Sin embargo... ¡Esto era
estremecedoramente antinatural! El individuo que tuve ante mí se presentó con
una larga túnica de felpa que cubría su cuerpo enteramente. La sala en donde
fuimos convocados tenía sobre las oscuras y largas repisas velas con una
luminiscencia extraordinariamente tenue. Más tarde supe que se debía a que su
piel era demasiado sensible; para los años que su cuerpo tenia encima,
necesitaba una dosis en extremo regulada de luz. La figura, alta pero
espantosamente encorvada, comía muy poco, se desplazaba con enorme lentitud, y
sus huesos parecían crujir a medida que movía su pesada y antiquísima humanidad.
A su lado, vi a dos acompañantes de la organización sirviendo de soporte
aunque, en realidad, el viejo ser no los necesitaba. Tomó asiento justo en
frente de mí, en la larga mesa de ceremonias marcada con el archiconocido
símbolo del pentagrama y un dibujo de formas helicoidales que recordaba
vagamente la estructura del ADN.
Entonces oí su voz. Un
ligero susurro, casi inexistente. Una voz cavernosa, áspera, que reflejaba años
y años de una vida tortuosa y vacilante. Algo murmuró, algo que no pude
entender y mucho menos recordar. Y de pronto, sin previo aviso, ante mi mirada estupefacta
y llena de perplejidad se sacó la túnica que recubría su cabeza.
Creo que fue en este punto
en que me volví loco. Lo vi un momento y ya no pude seguir viendo. Mi pulso se
aceleró. Mi visión se nubló en un instante. Perdí el sentido y quedé
inconsciente sobre el suelo.
Cuando desperté algunas
horas después me hallaba en mi hogar. Por alguna razón que desconocía temblaba
de miedo. Por alguna razón que desconocía y sin saber precisamente por qué.
Entonces intenté recordar, y volví a temblar sin conocer el motivo. Se presentó
un miembro de la secta al día siguiente. Me hizo saber que desde aquel momento
ya no formaba parte de la organización. Me obligó a firmar y prometer que nunca
en mi vida contaría lo que había visto, o bien, lo que pudiera recordar. No
tuvo que insistirme demasiado pues afortunadamente mi memoria ha sido generosa
y borró casi todo lo que sucedió esa noche; aunque, a medida que pasa el tiempo
he logrado recordar poco a poco ciertos elementos que me hacen estremecer aún
más. No hace falta mencionar que ya no se trataba de una persona. Con toda
seguridad los años hacen mutar, mutar horriblemente nuestros cuerpos; y puede
que, con el tiempo, perdamos toda la similitud que un día nos hizo llamar seres
humanos. Mi pasión me llevó a conocer cosas formidablemente monstruosas. Y temo
que mi vida se prolongue más allá de lo estrictamente necesario. Cuando
compruebe que mi piel empiece a resquebrajarse y cambiar de color, me volaré
los sesos.