La chica fea del nombre bonito
Con sólo
diez años tener que enfrentarse a la dura realidad de que eres fea. Así sin
más, fea y sin gracia templa tu carácter o te convierte en una especie de bicho raro, huidizo e
ingenioso, porque encajar en un mundo dominado por la frivolidad, si es
difícil. De pronto vi interrumpida la monotonía de mi vida infantil y sin
preocupaciones, porque saberlo antes de que alguien me lo dijera, me dio
tiempo, para reaccionar, pero no fue suficiente.
Mi papá era
casi diplomático y digo casi, porque en realidad era una especie de secretario
en la embajada y tenía ciertos privilegios, que de cierta forma nos encumbraban,
pero no alcanzaban para un vuelo pleno en la vida. Por eso al cumplir los diez años tuvimos que mudarnos
de un país al sur del mundo a uno en plena faja caribeña y fue en ese tránsito
de mi vida en que descubrí la exuberancia de la belleza y me di de golpe en la
cara con la realidad.
Lo primero fue adaptarse al calor, a uno que te
ahogaba con exceso de oxígeno y humedad. Aunque las primeras semanas fueron
gloriosas, porque nos hospedamos en un hotel, pronto papá encontró una casa
antigua recién restaurada en una de las principales avenidas de la ciudad. Los
muros eran sólidos y los techos muy altos, las habitaciones amplias con unas
grandes ventanas todas con rejas de bonitos diseños. Afuera un gran patio lleno
de plantas de hojas grandes y anchas y unos árboles de mango cargados de
frutos. En la casa del lado que parecía sacada de una ilustración de cuentos,
había un hermoso patio con césped muy bien cuidado cosa que descubrí no era muy
común por allí, rosales y lirios, sumados a un árbol de jazmín que lo perfumaba
todo. Una tarde en que salí de casa agobiada por el calor y esperando que papá
cumpliera con su promesa de regalarme un gato como mascota, me asomé a mirar al
patio del lado al escuchar una conversación en un idioma desconocido para mí.
Aquello no era inglés, pero sonaba tan bonito, porque la dulce voz que lo
pronunciaba era la de una niña, así que avancé y enterrando la cabeza entre las
hojas del jazmín, la vi. Una chiquilla como yo de alta, vestida de blanco con
un bonito vestido lleno de vuelos y una cinta en el cabello dorado que
resplandecía al sol. Su rostro sonriente alzando una muñeca en el aire me
impactó, era un ángel jugando en aquel patio. Alguien la acompañaba un muchacho
quizás, pero estaba de espaldas a mí y no pudo verme. Ella se detuvo un
instante y me miró de frente sorprendida ante aquel inesperado espía y sus ojos
celestes parpadearon un par de veces en el ritmo del asombro. Lanzó una exclamación
en aquel idioma desconocido y me señaló con el dedo. Me aparté de aquel muro de
enredaderas como si me hubiese quemado al contacto con ellas, y eché a correr,
llena de vergüenza, hasta que llegué a la seguridad de mi habitación
Nada había en aquella mirada que pudiera ofenderme o
causar el impacto que tuvo, pero en ese instante me sentí miserable, supongo,
con la intensidad que lo sentiría un adulto. Su belleza me golpeó volviéndome
absolutamente consciente de mi propia fealdad. Me sentí incómoda conmigo misma,
con mi imagen y mi nombre, que parecía reírse de lo inadecuado de su poseedora.
Aquella noche me di tantas vueltas en mi cama que al día siguiente apenas podía
mantenerme despierta, ahora sólo pensaba en todas la veces que tendría que
enfrentarme a aquel contraste y que si cada vez sentía lo mismo, mejor hubiera
sido volverme invisible.
Pensé que la genial idea de fabricarme una presencia
menos notoria debía comenzar con mi nombre, por ello le pedí a mamá que me
llamara por mi segundo nombre. Me aferré a una terquedad desconocida antes para
mí, no respondía sino era llamada por él. Mamá pensó que aquello era un
capricho ocasionado por el viaje que acabábamos de hacer y aunque accedió las
primeras dos semanas en que me llamó por mi segundo nombre, Marta. Todo acabó
al matricularme en el nuevo colegio donde desde un primer momento la directora
una monja que parecía haber estado remojándose cada noche en apresto por lo
rígida que se movía, me llamó Selene y aclaró que allí no se usaban diminutivos
ni apodos y que el primer nombre era el indicado a usar. Así que pasé de llamarme Marta por unos pocos
días, a Selene Alborada, el cual es mi primer nombre y apellido. Aquel
encuentro inesperado me transformó en otra persona, pero mi nombre saboteaba
siempre mis intentos por salir indemne.
Ya al cumplir
quince yo todavía estaba entre los dos, bicho raro o templanza y creo que era
una especie de fusión, porque aprendí a no destacar, a ser livianita de
presencia, casi como la duda permanente para los demás de si en realidad había
estado allí. Pero también tenía mis trucos para desviar la atención, claro que
luego de todo ese esfuerzo necesitaba un refugio y mi mejor aliado en esa
batalla fueron los libros. No había críticas allí para mí, sólo maestros, no
había jueces. Yo podía husmear libremente en la vida real o ficticia de los
demás, sin consecuencias. Me sentía segura y a veces olvidaba que no era yo la
hermosa protagonista, porque hay que ser francos, las chicas en los libros
siempre son lindas. Al principio las odio un poco y luego pienso, bueno eres
una chica más de las bonitas, únete al montón. Sí a ese, que llega al cielo, y
sigo leyendo.
A veces uno piensa que tiene todo claro en la vida, lo
que haría y lo que sin duda no haría jamás, pero siempre existe aquel momento
en que dejamos de ser sinceros con nosotros mismos y nos van quedando en el
interior debilidades ocultas que luego cuando menos lo piensas te hacen
tambalear. Cuando conocí a Randy sentí que todas mis certezas se volvían polvo,
ni yo era inmune a un chico de aquellos con pinta de rebelde a los que tanto
aborrecía en los libros, ni ellos eran tan fáciles de ignorar como yo había
dicho mil veces que haría en la vida real. Era el hermano de una de mis
compañeras de clase, Innayana, una de las más antipáticas y malcriadas de las
que he conocido jamás. Su hermano la fue a buscar un día después de clases en
su moto y luego siguió haciéndolo cada día.
Su apariencia desgarbada junto a un rostro perfecto se convirtió en una
tortura diaria para mi existencia. Me alegré de que él fuera impuntual, ya que
me daba tiempo para buscar un buen lugar donde sentarme y fingir que apuntaba
algo en una libreta, sólo para verlo llegar y estacionarse en los espacios
dispuestos frente al colegio, mi corazón perdía la vergüenza latiendo como una
campana que anuncia un incendio, me temblaban las manos y cuando por casualidad
alcanzaba a escuchar su voz me recorría un escalofrío. Luego al llegar a casa
me sentía miserable por actuar como una boba sólo porque el chico tenía una
especie de imán que desajustaba mi brújula interior, me proponía ser fuerte,
ignorarlo si era posible, pero al día siguiente todo se repetía y ahí estaba yo
deseando verlo y secretamente también esperando que me viera, pero al mismo
tiempo aterrada de su mirada, o de lo que yo pudiera encontrar en ella. Las tan
comunes indiferencia o frialdad era las que temía, pero la burla, esa era la
peor de todas, cuando la encontrabas en una mirada, porque te deja en el cuerpo
y en el alma una sensación pegajosa de humillación que podía durarte todo el
recorrido de regreso a casa y aún más.
A pesar de
mis intentos por hacer alguna amiga hasta ese momento no había logrado mucho. Era
un colegio para chicas privilegiadas y yo tenía la fortuna si así podía
llamarse de estar allí, gracias al trabajo de mi papá, pero mi realidad era un
limbo entre parecer ser y casi serlo. Cuando había que hacer trabajos grupales
sí me aceptaban, porque sabían que era responsable y que trabajaría mucho, pero
saliendo de clases parecía que olvidaban por completo mi existencia. Creo que a
veces mientras más se intenta hacer amigos cuando se está en desventaja, más se
nota la desesperación y aquellas chicas pretensiosas, huían de mi presencia
como si la fealdad se les fuera a contagiar. Las escuchaba hacer planes para
reunirse afuera del colegio, iban a la heladería y al cine. Se juntaban en la
casa de alguna a comer pizza y nadar en la piscina y todo aquello solo eran
espejismos para mí que sabía que jamás me incluirían. Luego de aquellas
ocasiones en que las escuchaba todo aquello, el viaje en autobús a casa se me
hacía más triste y solitario, la mochila pesaba más y mis piernas se volvían
torpes de pura pena, cada paso me llevaba más lejos de donde quería estar, cada
vez más lejos de cualquier risa y compañía que disfrutar.
Todo lo que
sabía de Randy lo había escuchado mientras su hermana y sus amigas hablaban de
chicos, había varias interesadas en él por lo que los interrogatorios a
Innayana se volvían una gran fuente de información para alimentar mi amor
platónico por él. Le quedaba un año para ir a la universidad y por lo visto
iría a la escuela de aviación. Imaginé que si se veía guapo arriba de su moto,
verlo en un avión sería de infarto. De seguro tendría que cortar su lindo
cabello castaño que le llegaba a los hombros, sería una pena ya que siempre me
preguntaba qué se sentiría pasar los dedos por ese pelo brillante y ondulado
que siempre lucía perfecto. Muchas veces me dormí con ese pensamiento, y otras
imaginaba que yo era hermosa y audaz, no una flacucha, pálida y sin gracia con
un rostro largo de ojos pequeños, casi sin pestañas y una boca insignificante.
Así como el zorro huye de los cazadores y transita por
la vida atento a cualquier peligro, para luego al termino del día llegar al
refugio de su cubil, yo sentía que mi arriesgado transito diario entre el
colegio y el trayecto en autobús a casa, sólo lograba el alivio mientras estaba
en la biblioteca o en la familiar seguridad de mi habitación. Estando en la
biblioteca podía pasar horas entre aquellos pasillos con aroma a papel impreso,
acariciando las cubiertas y buscando entre los estantes con el mismo ahínco que
lo hace quien busca un tesoro, y luego regresar satisfecha, acompañada de mi cargamento
de libros, abrazando unos cuantos de ellos, porque quien ama los libros sabe
que parte del placer de leerlos es cargarlos, sentir su peso y densidad.
Para llegar a mi casa debía pasar frente a aquella, en
que cinco años atrás había visto a aquella niña de belleza irreal. Durante
mucho tiempo evité mirar hacia adentro, pues tenía la sensación de que si lo
hacía volvería a ver a la niña de cabellos rubios, pero luego de un par de años
la curiosidad venció al miedo y aunque nunca se veía a nadie, aquellas miradas
furtivas que lancé al interior me devolvieron la visión de aquel jardín
frondoso de encanto, tan bien cuidado que cualquiera de las casas vecinas
parecía descuidado, pero fue una tarde en que volvía del colegio que vi unas cintas
negras atadas a la reja, me detuve de golpe sorprendida ante aquello. Allí
entre las ramas del jazmín en flor se agitaba con la suave brisa un rosetón de
raso negro. Permanecí como hipnotizada mirando aquella señal de luto en mi
camino por lo que no me di cuenta de que alguien se paró frente a la reja y de
un tirón la abrió para salir, me asusté porque me pareció que iba a
atropellarme aquel chico alto de cabello dorado y expresión molesta que se paró
frente a mí, tenía los ojos llenos de lágrimas y el rostro enrojecido.
Retrocedí con torpeza tropezando con mis propios pies, caí al suelo como un
pájaro desgarbado y flacucho desparramando mis queridos libros que sonaron como
martillazos de juez en un juicio. Una voz agitada que se acercaba desde el
fondo del jardín parecía llamarlo en aquel extraño idioma, el chico me miró con
desprecio y pasó por encima de mis libros alejándose rápido por la acera
adornada con palmeras. Llegó hasta mí una señora de cabello cano y expresión
gentil aún con el nombre del chico en los labios:
—¡Andor!
Luego al verme tirada tratando de levantarme con una
pizca de dignidad, se acercó a ayudarme. Hablándome en aquel extraño idioma,
luego pareció reprenderse y me dijo:
—Perdona pequeña, olvido en que idioma hablar, soy tan
tonta a veces—y al decir esto miró en dirección al chico que ya había doblado
la esquina y estaba fuera de nuestra vista.
—¡Oh! ¡Tus libros, mira tus libros como han quedado!
Te gustan los libros ¡Ay Dios que tristeza!—dijo y pareció flaquear, alcancé a
sujetarla y vi sus lágrimas que eran un río sin cauce arrasando a su paso con
todo. Como pude la sostuve y dejando mi bolso y los libros en el césped de su
jardín la guíe hasta su casa como si fuera habitual para mí entrar allí.
Recorriendo el lindo camino de adoquines que se hundía misterioso entre las
plantas del jardín. Eran sus pasos los
que nos guiaban, mientras ella sollozaba, pasamos frente a una habitación cuya
puerta entreabierta dejaba ver una sala llena de figuras de cerámica y greda en
proceso de fabricación, había un torno y creo haber visto la esquina de un
horno. Justo en la entrada del lugar los restos de una pieza rota en el suelo
crujieron bajo mis pies. Una terraza llena de rosas y orquídeas ofrecía unos
asientos muy cómodos, miré hacia el patio de mi casa y calculé que fue justo en
ese lugar donde tuve la mala idea años atrás de asomar mi triste cabeza entre
la vegetación. Acompañé a la señora a sentarse en uno de los sillones de ratán
y le acomodé un cojín en la espalda, por un segundo ella me miró de un modo que
no supe descifrar. Me dijo algo que no entendí, pero yo me disculpé
despidiéndome apresurada. No quería dejarla así, pero el fantasma de mi poca
gracia siempre me había limitado socialmente, me sentía constantemente como una
liebre en plena huida, como si al marcharme pronto de algún lugar lograra
difuminar un poco el impacto de mi feo rostro. Corrí por el camino que antes
habíamos recorrido, recogí mis cosas y cerré la reja, sintiendo la ropa pegada
al cuerpo de los nervios, había transpirado como siempre al sentirme expuesta,
esa bonita señora se estaría preguntando como aquel adefesio había entrado con
tanta facilidad en sus dominios.
Con motivo del mes de María estábamos yendo cada vez con más frecuencia a la capilla, entonábamos algunas canciones de alabanza bajo la mirada estricta de las monjas que nos observaban como potenciales pecadoras, mientras recorrían el pasillo de un lado a otro. La mayoría de las chicas se removían inquietas en sus bancas de madera esperando con ansía el momento de volver al salón de clases. A mí me gustaba estar allí, prefería la hora del recreo para entrar a la capilla, porque era el momento en que más solitario se podía estar dentro de los muros del colegio. El silencio de una capilla tiene un inevitable aire de sacralidad que me tranquilizaba, la luz del sol entraba cálida y colorida a través de los vitrales y aquel aroma a madera barnizada sumada a la del incienso me hacía olvidar que cruzando el umbral entraba directo a la selva de pretensiones y murmullos maliciosos de mis compañeras de salón y de colegio. No se puede culpar a la mariposa mientras lucha en su capullo que al salir de este agite sus alas con fuerza devastadora, presumiendo sus colores y belleza, eso era el patio de un colegio de niñas a la hora del recreo, todas luciendo sus cualidades cada cual con más exuberancia que otras, experimentando el descubrimiento del poder que conlleva la belleza, comparándose y juzgando, sobre todo juzgando con vanidad y malicia a quien no poseía los colores adecuados. Entre todas las chicas de mi curso estaban las lideresas, María Virginia la de carácter más fuerte, Innayana quien no era de las más bonitas, pero tenía a su guapo hermano Randy, Zamara que era árabe y en dos años debía viajar a oriente a conocer a su futuro esposo, Lixana de África siempre a la moda, Sandra de Portugal la más bonita y envidiada, parecía siempre estar mirando a todos desde un pedestal al que gustosas se arrimaban sus seguidoras. Yo me sentaba hasta el fondo del salón de clases desde donde podía verlas brillar, reírse y hacer planes, mientras que las desplazadas éramos testigos del aleteo feroz de sus brillantes alas de mariposa.
Continua...