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Iago Ihüen
Iago Ihüen | Metropolitana de Santiago | 22/04/2021 12:00

Ladridos Lejanos


El ladrido de un perro lejano, tras el conglomerado de casas decrépitas y austeras, un poco decaídas e inclinadas por la estrecha pendiente que conduce a lo largo de la calle San Francisco de Asís, distrajo por un momento mi atención. Seguí por esta senda e intenté visualizarla. La escena de una casa gris, inhóspita, solitaria, de abandonado aspecto exudando el hedor miásmico que deja el tiempo y la humedad en las paredes, y un perro famélico y arisco ladrando a los pocos transeúntes que entran o salen del pasaje.

                Ignorando la procedencia que guía los movimientos de mi cuerpo, dejo de escribir. Me cambio de ropa. Tomo las llaves y un plato con abundante pasta y salgo de mi casa. Un helicóptero cruza el cielo en lo alto. Algunas torcazas y zorzales trinan suavemente. El sol me ilumina de frente y el viento por poco me arranca el sombrero.

                Siguiendo las corazonadas y el instinto camino por la calle San Francisco y dejó atrás casas y pasajes. Los ladridos de otros canes se multiplican en tanto me adentro más y más en aquel sórdido barrio. Al fin, luego de unos cuantos minutos y kilómetros recorridos, guiado por una presencia inefable vislumbro la extraña, ruinosa y grisácea casa cuya opresiva y angustiante atmósfera oprime inevitablemente mi corazón.

                Su aspecto abandonado es desolador. En el jardín, cruzando una reja deshecha y oxidada, sobre la tierra parda y estéril encuentro al viejo perro famélico observándome con penetrantes ojos negros. Sin sentirme intimidado o agobiado avanzo con decisión. Introduzco mi brazo por los barrotes y dejó el plato sobre la tierra.

                El perro, aun viéndome con desconfianza y suspicacia, poco a poco deja de ladrar. Una vez que retrocedí se acercó interesando a olfatear la comida. Solo unos minutos bastaron para que hubiese acabado la enorme porción de tallarines. Entonces, levantando la cabeza, posó en mí sus ojos profundos y sinceros, ofreciéndome su agradecimiento y moviéndome la cola. Me sentí tentado a acercarme y acariciarlo, pero un instinto superior me aconsejó prudencia. Al día siguiente repetí el proceso, y me aseguré de llevar una fuente y una pequeña botella con agua.

                Un día, sin embargo, luego de llegar a la casa abandonada me encontré con un individuo en la entrada de la casa adyacente. Me había visto durante las dos semanas involucrado en mi objetivo de alimentar al perro. “Lléveselo no más, amigo—Me dijo—. Nunca había visto a Patricio tan contento desde que murió su dueño hace unas semanas. Se suponía que un sobrino suyo vendría a alimentarlo una vez al día. Y cuando lo vi pensé que era usted. Pero al ver que no entraba a la casa y simplemente se marchaba luego de dejar la comida tuve mis dudas”

                El hombre me entregó las llaves de la casa. Abrí la puerta y Patricio, a pesar de sus años y sus blancas canas en el pelaje de su rostro por poco me saltó encima. Conmovido, regresé al vecino las llaves. Él se encargaría de comunicar al sobrino el asunto. Por mi parte acaricié por vez primera al perro, y sentí en aquel momento la pintoresca sensación que se experimenta al encontrarse con un amigo querido luego de muchos años de separación.

                No hizo falta que lo invitara a seguirme. Tan pronto volvía sobre mis pasos por la ruta frecuente, Patricio se ubicó a mi lado, y allí se quedó hasta que llegamos a su nuevo hogar, a nuestro hogar.


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