Un sol para Juan Adelio
Durante veinte días Juan Adelio no pudo ver el sol. Arriba de su cabeza un manto gris y denso cubría los campos de trigo y las barrancas prehistóricas que exploró en su niñez. Más allá, los cerros del horizonte se teñían de un humo azulino que bien parecía nacer de las entrañas de la tierra y no de las chimeneas. Era el último domingo de febrero cuando se percató de que el sol había desaparecido.
Él fue el primero en darse cuenta. Mientras tendía sus calcetines miró al cielo y sintió un hielo profundo y concentrado en la punta de su nariz. "Es la muerte que viene en camino", pensó, y volvió a estirar las diminutas calcetas blancas sobre un hilo casi invisible. A diferencia de él, Germinia, su esposa, carecía de estos poderes premonitorios, y solo se conformó con pensar que esta vez el otoño llegaría más temprano de lo habitual.
—Me voy a morir, Germinia —dijo Juan Adelio a su esposa—. Este frío nunca lo había sentido tan metido en mis huesos. Menos en esta época.
Germinia pasó por alto el comentario. A su juicio, y tal como solía decir a su esposo en ocasiones, los ancianos de su clase no se morían, ya que estaban curtidos con una coraza capaz de resistir hasta los propios designios de Dios. Juan, sin embargo, le reiteró su presagio.
—Dime, Germinia. ¿Hace cuántos días que no vemos el sol?
—Lo suficiente para no preocuparnos.
—Pronto me voy a morir.
Con el paso del tiempo las preocupaciones de Juan debieron ser calmadas con infusiones de menta, toronjil y esencia de carmelitas. De igual manera, en los días en que aseguraba oír a la fatalidad merodear en el patio de su casa, sacaba del fondo de su armario una botellita de agua bendita para rociar las puertas y ventanas. A veces, incluso, humedecía el pellejo reseco del perro como última argucia para devolver el brillo del sol y evadir las calamidades.
Cultivó tanto sus presentimientos que, finalmente, terminó por morir al vigésimo día. Alguien que caminaba hacia Santa Julia vio su cuerpo tendido a los pies de una chacra y sus vecinas comentarían más tarde en el funeral que el vecino iba perturbado, a mediodía, mirando el cielo y rogándole al sol que se asomara para no morirse.
—Pero el sol estaba ahí, comadre. Tan cerca que casi podía tocarse.
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