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Sebastián I V
Sebastián I V | Biobío | 14/05/2021 17:16

Un trabajo más


            Son diez para las once de la mañana, tiene la vejiga repleta de café y comienza a caminar hacia la avenida, a tomar la micro que lo llevará al conglomerado de multitiendas favorito de los choreros. Por su cabeza se repiten las imágenes de la falsedad diaria: sonreírle a gente desconocida, soportar los gruñidos de una jefa incompetente, quedarse parado imaginándose cómo sería tener el fin de semana desocupado, cómo sería pasear por el mall al igual que esas personas a las  que atiende, a todas esas personas felices que aúllan sus pedidos los sábados y los domingos. 

A las once y cinco minutos, pese a la miopía, divisa la inconfundible Centauro. Esconde en su espalda el vaso de plástico donde transporta la segunda taza de café y espera que la máquina pare para consultarle al chofer si lo lleva por trescientos. Sube, da las gracias, y se sienta en el penúltimo puesto del lado izquierdo, con los audífonos gritando ruidos que espantan el desánimo de la jornada que se viene, intenta meditar, centra la atención en la respiración, mira el paisaje a través de la ventana, la feria celebrándose a dos cuadras del paradero donde se subió, qué ganas de estar en la feria, aunque sea sin plata, qué ganas de ir a cualquier otra parte que no sea el mall. 

Arriba de la micro logra identificar a los demás empleados que van a botar su día al mall, al igual que él, los mira con simpatía aunque nadie repara en él, los mira con piedad porque sabe que ellos también están sufriendo, excepto los que van volaos, que ganas de estar volao, piensa, que ganas de que no termine este viaje, que ganas de seguir de largo, de seguir el recorrido hasta llegar nuevamente a la feria, que ganas de volarme, que ganas de no trabajar, piensa.

Cuando la nave está casi por llegar el azul del cielo brilla más que nunca, las nubes se tornan más blancas e incluso bandas de pájaros lo atraviesan rápidamente. El día está hermoso como para estar encerrado, encerrado hasta que muere el día. Mira alrededor sabiendo claramente quienes se levantarán al mismo tiempo que él, quién será el que toque el botón esta vez, siempre es él, al menos desde que viaja con esos cinco cómplices siempre es él. Grita un muchas gracias, como todos los fines de semana, y desciende al ritmo de los alaridos que ahora más que nunca espantan el tedio, el odio. Pareciera que los audífonos le gritan recetas para soportar tanta crueldad cotidiana, todo por el sucio dinero, todo por el año que le tocó nacer, todo por el país en el que le tocó nacer, todo por la culpa de los conchatumares de los chicago boys, reflexiona. Aunque si hubiese ganado el otro bando habría sido lo mismo, quizá, quién sabe. Lo único que lo alivia es darle las gracias al noble chofer que siempre lo lleva por trescientos, por un Mickey, siempre, como si siempre fuese el mismo. 

Enfila hacia el matadero deseando más que nunca estar volao, no darse cuenta de la mierda de jornada que se viene, se siente en el siglo XVIII o al menos en el XIX, odiando cada pisada hacia el matadero de sueños cotidianos que endiosan tanto los fachos como los no fachos, aunque dentro de su cabeza son todos fachos con distintos grados de desfachatez e inmoralidad. Cada pisada es un gruñido desde lo más profundo de su alma, porque todo está pésimo, y el mall huele siempre asqueroso, a desinfectante industrial barato, y todos adentro actúan como si estuviesen en el mejor lugar posible, y ahora, desde que reventaron la joyería, andan pacos culiaos adentro, vaya fiasco de pocilga que montaron estos conchasumares. Si tuviese que llevar a su familia a algún lugar para recrearse y divertirse, la última opción de una persona cuerda y honesta para con sus parientes sería llevarlos a ese espectáculo burdo, a ese insulto exorbitante a la inteligencia y emocionalidad, a ese show artificial de ridiculez y pestilencia, de empleados mal pagados y ninguneados por entidades controladas por weones cuyos hocicos no pueden pronunciar bien el español porque tiene una papa gigante atravesá entre sus labios aceitosos de cofis y churrascos gigantes, mucho más grandes que sus cerebros. 

Camina sabiendo que son más de las once y media, que lo van a retar porque va llegando tarde y justo ese día le toca con la jefa perkin, con la que se preocupa en exceso de hacerle imposible el día a los trabajadores, con la que lo webea por todo y la que siempre tiene excusas para quedarse más rato encerrada ahí, porque le parece menester acumular todo el tiempo posible ahí dentro, porque es el único lugar donde se siente respetada e importante, porque ha fracasado tanto en los demás ámbitos así que necesita regocijarse en su puesto de jefa por el mayor tiempo posible. Le van a meter el pico para variar, siempre lo mismo, siempre tarde, exceso de optimismo y desencanto de la rutina, supone, siempre la misma vaina. 

Llega al frente de la caja con la sonrisa más sarcástica que puede armar un actor frustrado, sin siquiera sacarse los audífonos pide la llave, por suerte está la compañera y no se ve la jefa, le pasa las llaves y le mueve los labios, si es la Carla o la Pati o la Belén, se saca un audífono, si no es ninguna de las tres simplemente asiente y camina hacía el camarín a disfrazarse ridículamente según consigna el manual la empresa sociedad gastronómica De Vincen limitada. Frente al espejo del camarín sigue con los audífonos puestos, cada día más feo pero las ojeras le fascinan, que ganas de no dormir por una semana, de ensanchar las ojeras hasta que los ojos pasen a segundo plano. Se cepilla los dientes lenta y cuidadosamente, cada segundo de retraso es más valioso y apetecible, cada segundo excusa perfectamente el sacrificio de estar ahí, viéndose el reflejo de sapiens en apuros, soñando con haber nacido como cazador recolector y no como chileno weno pa la peguita.

Listo y dispuesto, perfectamente vestido acorde al requerimiento del manual interno de higiene, orden y seguridad, persignado y entregado a la voluntad del dios del trabajo moderno, camina hacia la isla, porque así le llaman al chiquero donde cohabitan los trabajadores, para enfrentar la cara larga de una jefa que le odia por ser lento, por no amar el trabajo que le ha ofrecido con tan generosa voluntad, a sabiendas que es casi mediodía y que el sábado es más lento que río de caca, que perfectamente podría estar en la feria, comiendo ceviche para enfermar de la guata, para ir al consultorio y tener permiso de faltar legalmente al trabajo, todo el día con cagadera pero no siendo cagado por el tedio de la rutina laboral. Y el día recién está empezando, quedan diez horas de masoquismo comiquísimo que son irreproducibles.

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