Ester no quiere estar sola
Afuera un viento embravecido amenazaba con derribar las copas de los pinos más altos, pero la fuerza de aquel vendaval de otoño cesó en un instante. Ester quedó sumida en la sorpresa y un escalofrío le hizo tiritar los huesos de las manos. Como previendo un mal augurio, saltó de la cama y corrió con desesperación hacia el cuarto de su madre, en el otro extremo de la casa. Carmen, la anciana de 98 años y nietos desperdigados por toda la provincia, yacía inerte bajo las espesas sábanas de algodón. Un infarto le quitó la vida en la madrugada.
Al comprobar el estado de su madre, Ester lloró por ella, por su ida, por las culpas que no alcanzó a enrostrarle y por la soledad que tendría que soportar dentro de esa casa de paredes altas y noches glaciales. Tenía medio siglo sobre sus hombros, un hijo que apenas veía y la fortuna —así lo decía siempre—, de ser una mujer soltera. Pero no estaba preparada para vivir sola. Esa contradicción fue la que más le dolió.
Mientras esperaba que sus demás hermanos llegaran hasta la casa para asistir el cuerpo de la matriarca, Ester comenzó a pensar en el futuro. La amargaba la idea de verse sentada en la banca de madera que alguna vez construyó su hijo, de cara al patio, y sin más que espiar el paso de las horas para que el fin de semana se presentara rápido y ver que desde ese momento sus hermanos ya no acudirían al comedor, porque sin la mamá nadie almuerza. Cada uno de los seis se ocultaría en sus refugios hasta quién sabe cuándo, y Ester haría lo mismo, aunque aferrada a las maderas podridas del hogar que ahora era suyo, completamente suyo.
Volteó el rostro para admirar a la anciana que descansaba feliz en su muerte. Se fue con una sonrisa satisfecha y eso desesperó aún más a Ester. ¿Acaso no había pensado en su hija? En reiteradas ocasiones ambas conversaron sobre lo inevitable, pero en la mayoría de las oportunidades Ester la dejó sola, ofuscada por su cordura irritante que le decía que las cosas son así y no asá, y que quiera o no tendría que hacerse cargo de la casa una vez que ella pereciera. “Vieja de mierda”, pensó. La frase la repitió en voz baja durante diez minutos como si se tratase de un ritual para espantar los miedos, a la vez que limpiaba cariñosamente la frente del cadáver.
A esas alturas unos pasos lastimeros comenzaban a resquebrajar el silencio que se metió después del vendaval. Eran sus hermanos. Todos arribaron juntos y observaron el rostro abatido de su hermana, quien de inmediato les preguntó con una desesperación que se hacía evidente en sus ojos: “¿Vendrán a almorzar el próximo fin de semana?”.
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