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Nicolás Arrau
Nicolás Arrau | Biobío | 23/06/2021 00:27

Para no desfallecer


Con un rostro de cementerio, Javier observó hacia su derecha los cabellos lacios y eternos de Abigail. Estaba sentada como era costumbre, de pierna encima y con las manos apoyadas una sobre la otra en la rodilla. Junto a ella, un tipo de otra época parecía envolverla con brazos invisibles mientras clavaba la mirada en ese cabello que él tanto quiso.

No pudo seguir observando. Disimuladamente quitó la vista y apretó los dientes antes de ajustar los botones del abrigo que alguna vez le regaló Abigail cuando acostumbraban a recorrer las tiendas chinas en las tardes de mayo. Caminó sin rumbo claro. Al final de una calle oscura y plagada de hojas muertas vio las luces azules de un café que parecía perdido en medio de la desolada ciudad.

Siempre con la cabeza gacha, ingresó al local. Solo dos hombres compartían tazas de café en una de las mesas. Tras ubicarse en el mesón principal, esos mismos hombres lo estudiaron por la espalda, pero al cabo de un instante continuaron bebiendo el café y discutiendo acerca del mal clima y de los últimos pormenores policiales que daban cuenta de la sorpresiva muerte de un campesino en Santa Julia.

Javier bebió una taza en el más absoluto silencio. Pensaba en Abigail y en sus mechones de oro. La camarera que lo atendió se deshizo de la oscuridad que a esas horas cubría las esquinas y se apostó frente a él en una actitud confidente.

—¿Penas de amor, mi amigo? —preguntó la camarera a Javier—. He sabido que las penas abundan en estos tiempos y usted no me transmite algo distinto.

—Es culpa del otoño —respondió el muchacho, escueto—. Del otoño y de su ausencia.

Mientras la camarera lo reconfortaba, las manos de Javier jamás soltaron la taza de café. Se aferraban a la calidez de la porcelana tanto como los recuerdos de Abigail a su cabeza. Él, no obstante, la seguía atento, no sin un poco de dificultad a causa del destello que irradiaba la ampolleta polvorienta que estaba a unos metros.

A las nueve de la noche en punto el único reloj que colgaba en el lugar tocó la campana. Javier fijó sus ojos en el fondo vacío de la taza y se dispuso a poner de pie. Con parsimonia sacó algunas monedas del abrigo y se las entregó a la camarera, quien las recibió sin apartar la atención del semblante inexpresivo del muchacho.

—¿Qué hará? —preguntó la mujer—. Si continúa pensando en ella es muy probable que lo termine consumiendo.

Ahora Javier no respondió. Caminó hasta la puerta y volvió el rostro por última vez para despedirse de la camarera y de los hombres que todavía charlaban. Afuera una lluvia de fin de mundo caía rabiosa y él se hizo uno con el aguacero para no desfallecer nuevamente esa noche.


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