El recuerdo de Magdalena
Rafael no tenía forma de olvidar a Magdalena. Era como si su imagen estuviera fijada en su mente con clavos hechos para soportar el paso de los años y los estragos de la memoria. La amaba tanto que a veces llegaba al extremo de distorsionar acontecimientos irrefutables de la historia solo para resaltar su presencia ilustre, sus besos de fuego lento, sus ojos cansados, su sonrisa de luna. Todo cuanto podía exprimir del recuerdo. Sin embargo, aquellas evocaciones estremecían a tal grado su cuerpo que pasaba semanas acostado en su cama rogándole a Dios que le arrancara de cuajo a esa muchachita de cabellos lacios, aunque sea para poder amarse a sí mismo un minuto y descansar de ese amor que le provocaba convulsiones.
La última noche de noviembre fue una de las más desconcertantes. Pensó tanto en ella hasta figurarla al pie de la cama. Perplejo, vio el rostro del espectro inmaculado, el mismo que vio el día en que Magdalena desapareció de su vida. Quiso acercarse, aventurar su nariz bajo el cuello y decirle en voz baja que aquí estaba él, como siempre, amándola hasta que su ausencia decidiera fulminarlo. De pronto no vio más que oscuridad. Estaba solo en el cuarto acariciando el aire frío que entraba desde la ventana. Loco. Se convertía lentamente en un loco y, lo peor, es que él se daba cuenta. Volvió a recostarse sobre las sábanas y bramó como un toro herido, convencido de que había llegado al extremo más remoto de su desgracia. Le dolía pensarla, pero era un dolor que le gustaba. Por eso bajó los brazos y se dejó cubrir por Magdalena en todo su ámbito. Otra vez la veía nítida a un costado de la pieza. Sintió el aroma tierno de su cuerpo, tocó sus dedos de pianista magistral, degustó sus besos y escuchó un concierto de amores salido de la boca fantasmagórica, como una cruel burla a su enamoramiento embrutecido.
Cuando salió el sol Rafael ya estaba con sus ojos abiertos. Miraba fijamente el otro extremo de su cuarto buscando alguna señal de Magdalena. Al no encontrar ninguna, se levantó rápido para evitar a la nostalgia y se vistió con un traje azul marino que centelleaba brillos metálicos en el pantalón. Con las cenizas del dolor reciente en sus venas caminó hacia la puerta. Allí respiró los primeros vahos de la mañana y supo de inmediato que este sería otro día sin la presencia física de Magdalena. Rompió en llanto porque la figura que añoraba se le volvería a presentar en la noche siguiente, esta vez con más fuerza, más clara, más certera, y él ya no tendría ánimos para acariciarla y buscar sus rescoldos en la madrugada.
Temía que la ausencia esta vez le cobrara la vida de una vez por todas, sobre todo porque lo convencía la idea de que solo se muere de amor en las noches.
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