De amor no se muere nadie
Trató de reacomodarse en la cama, pero volvió a oír la voz de Consuelo en sus cavidades más profundas. Fue como un dolor de guerra que sintió en la parte baja del abdomen. Creyó que se derrumbaba, que aquel padecimiento resquebrajaba sus órganos envejecidos, a la vez que una fiebre de otra época quemaba su cabeza por entre el hueso y la piel. Los doctores, sin embargo, le dijeron que estuviera tranquilo, porque de amor no se muere nadie. Entonces él los observó.
—Es que ustedes no la conocen —dijo a uno de los médicos—. Ella sí es para morirse de amor.
—Siempre dice lo mismo —replicó el doctor—. Mejor preocúpese de descansar.
Cuando los doctores se despidieron, buscó en la gaveta la única foto que conservaba de Consuelo. Apenas pudo estirar el brazo, porque a esas horas la edad sacudía sin piedad el polvo de sus huesos. No le importó el esfuerzo. Como fue posible levantó la mano derecha e iluminó el pequeño retrato con la luz de una vieja lámpara.
—Yo sería capaz de morir por ti —dijo en voz baja, y de inmediato comenzó a sentir a Consuelo sobre su cabeza quemándole la frente con sus manos repletas de brasas vivas. A medida que se incineraba, oyó de nuevo la voz impávida de la mujer que no cesó en toda la noche. Las palabras de Consuelo giraron en sus oídos para recordarle que de amor no ha muerto ningún cristiano, y que él no sería el primero. En la mañana despertó aliviado. Con sorpresa notó que su rostro había recuperado el color de hace algunos días y que tenía un apetito de buey.
— ¿Lo ve? Está más sano que un roble. Le dijimos que nadie se muere de amor —bromeó el más joven de los doctores.
Luego de recibir el alta médica tomó la fotografía que guardaba en la gaveta y, en un acto de caballerosidad, se despidió uno a uno de los médicos que atendieron sus urgencias. Se iba aliviado, sin dolores físicos. El hombre continuó el camino. Al llegar frente a su casa se mantuvo quieto unos segundos. Con calma giró la manilla y empujó la puerta con su hombro derecho hasta volver a quedar paralizado bajo el umbral. De inmediato, y desde todos los rincones desolados de aquella casa colonial, un aroma de mujer se coló en su nariz junto con el de las orquídeas. Era Consuelo quien jugaba con sus recuerdos. Quiso desfallecer como tantas veces y volver nuevamente al hospital para escuchar a los médicos decir que sí, que cualquiera puede morir de amor cuando se quiere demasiado.
Volvió esa vez y en muchas otras ocasiones, y en cada nueva visita trató de convencer a los doctores que su vida pendía de un hilo a causa de las fiebres de fantasía provocadas por Consuelo. Ellos, al contrario, utilizando todas las artimañas medicinales habidas y por haber le aseguraron que si continuaba por ese camino finalmente terminaría muriendo, pero de puro gusto.