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Nicolás Arrau
Nicolás Arrau | Biobío | 05/11/2022 19:57

Cuando me reconforten


El día estaba soleado, tanto como si un gran fogonazo iluminara a metros de nuestras cabezas. Recuerdo que miré hacia el cielo para buscar alguna señal, algo que ayudara a reconfortarme, pero no había nada, ni una nube, así que solo atiné a llorar.

Tito, de pie frente a mí, clavaba sus ojos pequeñísimos en los míos. Entendí de inmediato que necesitaba irse, porque Tito aborrecía la pena tanto como yo. Le respondí divertida, haciendo un esfuerzo sobrehumano para guardarme esta pena en lo más profundo y evitar que las lágrimas también le carcomieran el espíritu. Está bien, le dije, puedes irte, y dio media vuelta hasta difuminarse en una polvareda trágica.

Ahí apareció mi comadre. Venía rauda desde la cocina con un vasito de agua en sus manos. Al fondo del vaso pude distinguir los granos de azúcar arremolinarse producto del vaivén. Tome, le ayudará a calmar la pena un poquito, me dijo, mientras yo ya tragaba como si jamás volviera a beber agua en la vida. A duras penas, y creo que gracias al remedio dulzón, logré articular un puñado de frases desesperadas: que a Juan lo quería, que a Juan lo amaba, que a Juan hay que buscarlo otra vez porque no puede ser él ese difunto de ahí, el de la chacra. Ella, con su calma característica, me dijo que podría ser, pero quizá más adelante, cuando se me calme este disgusto, porque ahora es mi Juan el que está recostado sobre la humedad. Eso se lo aseguro, con el perdón de los perdones. 

Las dos concurrimos hacia la chacra. Lo vimos tendido con el rostro pasmado a causa del frío que le provocó la muerte y el rocío de la madrugada. Tenía los ojos desorbitados, de loco, aunque al mismo tiempo parecían concentrados. Atendían el cielo. Pobre de mi Juan, le dije a mi comadre. Mire dónde venir a morir, y tan luego el desgraciado. Por último esperar a que Tito acabara el colegio.

Ni en el velorio logré convencerme de la muerte de Juan Adelio. Incluso Tito, quien había vuelto hecho un espanto después de haber llorado horas y horas la muerte de su padre escondido tras unos sacos de carbón, me aseguraba con unas muecas compungidas que mi esposo yacía inerte en cuerpo y espíritu para siempre.

Por último, y solo para hacerme de la idea, busqué la verdad en el patio. Lejos de la gente volví a llorar y a observar el firmamento prendido por aquel fogonazo de febrero. Ni una nube apareció ese día para reconfortarme.

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