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Nicolás Arrau
Nicolás Arrau | Biobío | 27/11/2022 21:10

Tal vez en otra vida


El sol estaba ahí, tan cerca que casi podía tocarse. Quemaba mis pupilas, pero yo lo podía seguir mirando de forma nítida como si lo estuviese mirando con los ojos del alma, porque moría y no quería perder el último brillo del astro rey que me reconfortó en los días más oscuros de la vida cuando María Consuelo me rompió el corazón, no solo una, sino que tres veces. Traté de reincorporarme en un acto patético, sin piernas en las cuales pararme y sin brazos para sostener el peso del cuerpo muerto que a esas horas del día se derretía ante la presencia de las mujeres de Santa Julia, las mismas que acudieron a la chacra llamadas por pura superstición. Berta, la más joven del grupo, diría al año de mi suplicio que se apersonó porque un gato de pelos oscuros y cola de león mitológico apareció en uno de sus sueños para decirle que un infortunado perdería el brillo del sol en aquellos parajes coloniales. “Cuando desperté pensé de inmediato en su Juancito, doña. Quién más que él podría tener esa mala suerte”.

 

Morí lento bajo la luz ardiente de enero, en la canícula, pero morí como le gusta a la muerte, sin oponer resistencia. En el trance pensé en ti, tanto como en los años en que solía embobarme con tus ojitos bailarines y esa sonrisa de travesura que asomaba con cualquier chiquillada que solamente podía salir de tus ocurrencias. Cuánto me encantaste y cuánto te extrañé en los años del futuro. Cuánto me hiciste falta también en los minutos cruciales de mi expiración, aunque estoy seguro de que el sol inmenso que quemaba mis pupilas no era otra cosa que tu mirada observándome. Por eso, tal vez, me dejé morir con gusto.

 

—¿Recuerdas que me querías?

 

—Recuerdo muchas cosas. Nuestra vida ha sido larga.

 

—¿Pero recuerdas que me querías? 

 

—Que todo el amor que sientes te sea retribuido. 

 

La capilla fue preparada con esmero durante la misma tarde para recibir al difunto. Juan Adelio, resguardado por seis cirios, descansaba sobre un ataúd de pino que fue conseguido a duras penas en la urgencia y excepcionalmente por la buena voluntad del dueño de la única funeraria instalada en la región, un creyente fervoroso del pueblo vecino de Rosario que ese domingo se disponía a dormir la siesta. Durante toda la noche hombres y mujeres, familiares y amigos de la madre, entonaron cantos católicos con el afán de guiar el alma desgraciada de Juan hacia los brazos del Señor. Así lo decían, sobre todo luego de una muerte tan repentina. Cantaban cada vez más fuerte y las voces se ampliaban por las calles estrechas del pueblo prehistórico en que vivían, pese a que el alba amenazaba con avivar la retirada hacia los platos de consomé dispuestos en la cocina del padre Esteban.

 

Cuando el sol volvió a salir, en su primer día de muerto, Juan ya se había desprendido de toda humanidad. No trató de reincorporarse porque a esas alturas no sabía de piernas ni de brazos, tampoco recordó a su madre ni sintió el aroma del consomé que ella misma preparó para mantener despierta y gustosa a la tropa que la tarde anterior llegó por lástima hasta la capilla. Se enfrentó a la muerte bajo ese fogonazo de otra época, sin vacilaciones, solo con la intención de volver a nacer.

 

—¿Recuerdas que me querías, María Consuelo?

 

—Tal vez en otra vida.

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