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Nicolás Arrau
Nicolás Arrau | Biobío | 29/04/2023 00:58

Los ojitos de Consuelo


Ayer se le acabó la vida a Consuelo. Llovía. Llovía como en esos tiempos de aguaceros largos y pesados. Tanto llovía que hubo ratos en que vi el agua devolverse desde el suelo. Las gotas chocaban contra mi barbilla. No miento. Lo sé porque las sentí heladas y chispeantes desde abajo. Eran gotas livianas que penetraban como si me clavaran mil agujas calientes, un fenómeno alucinante y doloroso que a instantes disfruté sólo por el convencimiento de estar en presencia de un acto divino. En ese trance recordé los ojos grandes y cansados de Consuelo. Qué bonitos eran. ¿Realmente eran suyos? Ahora que lo pienso bien, nadie que haya nacido en este mundo podría tener unos ojos así de bonitos. No, no son suyos, pero qué caso tiene. Consuelo murió este miércoles lluvioso.

La noticia la recibí esa misma mañana por cuenta de Pedrito que prendió el televisor en el momento menos indicado, al menos para mí. "Accidente fatal de una mujer preciosa" creo haber oído, o tal vez la presentadora sólo dijo "accidente fatal". ¿Qué importa? Fue el nombre de Consuelo el que vi y oí desde la pantalla prehistórica que compró mi abuela como regalo de cumpleaños. A Pedrito lo sentí alejarse para buscar sus dinosaurios de juguete desparramados por la casa. Yo, pasmado, salí sin saco y sin paraguas. Ahí fue cuando el aguacero cayó sobre mi cuerpo para luego rebotar en forma de agujas calientes. 

Caminé sin rumbo claro por una avenida empapada. Consuelo estaría feliz de recorrer -sola, sin mí, como siempre quiso y querrá- la alfombra de hojas resecas que se amontonaban sobre las baldosas coloridas. ¿Por qué murió? No atendí toda la noticia por el estupor. Probablemente, sus ojos grandes y cansados terminaron ahogados de tanta agua, o fueron ellos lo que lograron ahogar a ese aguacero insufrible que apareció del cielo como un alarido. Me inclino por lo último, porque conozco la autoridad de aquella mirada y la influencia que seguirá teniendo en mí y en todos nosotros por los siglos de los siglos.

De vuelta en casa, Pedrito se asoma con un rostro inquisidor. Busca un dulce en mi bolsillo mojado. No hay nada. Lo lamento. Le suplico el perdón. Continúa observado, pero se distrae al instante con los dinosaurios que estaban en el piso. Yo aprovecho de prender el televisor. Están dando un programa de concursos, como los de 1999 -esa época que me hizo tan feliz- y me esfuerzo por prestar la mayor atención para olvidar a Consuelo que murió este miércoles lluvioso de abril en medio de un temporal feroz.

Al otro día despierto. Consuelo sigue sin estar, irremediablemente. Y no estará hasta el fin de los tiempos, a menos que un nuevo aguacero vuelva a caer con la misma fuerza y nos devuelva sus falsos ojos bonitos.

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