Destellos en la noche
“El conocimiento no sirve de nada si no nos hace felices”, le dijo Camila a su hermana mientras leía el libro que le prestó su mejor amiga. Solía detenerse en medio de sus lecturas para vociferar extractos que le parecían interesantes, ya sea para reforzar su modo de pensar o para refregarle a la persona que se encontrara cerca que estaba equivocada con respecto a alguna discusión pasada. Jamás olvidaba una discusión, se sentía obsesionada con tener la razón y encontrar todos los argumentos posibles, científicos o espirituales que alabaran sus teorías y puntos de vista. Tan enferma de conocimiento que para ella misma su cabeza era vista como librería repleta de estantes y conceptos que más tarde se perdían en sus propias palabras.
Su cotidianeidad era bastante simple: computador, café, libros, una que otra conversación por Whatsapp, uno que otro plato de comida por preparar. Era feliz a su modo. Cuando las luces se apagaban y los brillos de la noche se disparaban contra la oscuridad y la niebla, ella abría más los ojos y se disponía a escribir versos o planear las tareas pendientes. A esas horas se sentía más cómoda, más alineada con el color del cielo.
Creció en un ambiente tenso, repleto de ruidos, de gritos y con una televisión prendida que sonaba de fondo, así que no era raro que le sangrara la cabeza escuchando las telenovelas de los canales nacionales o esos programas faranduleros que sinceramente, le daban asco. Las bocinas de los autos que hacían tiritar las ventanas eran otro tema, la volvían nerviosa e incómoda.
El colegio y la universidad fueron fáciles de evadir, se acostumbró a fingir lo suficiente para sobrevivir, a adaptarse al menos en apariencia. Sus amigos la querían y aceptaban sus escapes gloriosos a los cumpleaños y sus miradas perdidas en medio de las reuniones. Era un imán de niños y perros sin saber por qué. La gente la miraba con tristeza, pero también con respeto, la consideraban inteligente. No pedía más.
Hasta que los obstáculos aparecieron en frente. En su hogar, las relaciones no eran intensas, ni malas, eran más bien, apáticas, cada quien por su lado: ella almorzaba en su pieza, su padre en el puesto de cabecera de la mesa, su madre en la cocina mientras preparaba el almuerzo, y su hermana de 15 años no se aparecía mucho por la casa, así que nadie sabía muy bien dónde comía o dónde se duchaba.
La verdad es que más allá de la apatía, no se vislumbraban mayores problemas salvo la tendencia de su padre a beber más de 3 veces a la semana, lo cual no conllevaba más que a un tipo durmiendo con olor alcohol, porque ni escándalo ni ruido provocaba cuando se embriagaba. Pero sin ningún augurio de que un suceso grave podría ocurrir, su padre debió ser hospitalizado. Camila confiaba en que se resolvería su problema hepático, casi nunca lo dudó, sin embargo, su padre murió. El impacto fue brutal, sintió que un remolino de fierro giraba con fuerza en su corazón durante 3 días. Con el pasar del tiempo, la fuerza de ese remolino fue cediendo hasta convertirse en un objeto estático.
La culpa. La maldita culpa que se fue transformando en un miedo por las noches, en ruidos lejanos que atribuía a fantasmas, a los crujidos de la madera que relacionaba con señales. La energía del cuerpo se le subió aún más a la cabeza y el terror a sentir y a transmutar tantas palabras atrapadas en su cuerpo le causaron un insomnio feroz.
En el inició de este duelo, la comunicación con su mamá y hermana se restauró un poco, pudieron llorar juntas, lo cual era un logro inmenso según el psicólogo que visitaba su madre. Pero con el pasar de los meses, esa comunicación bien lograda se disuadió con el regreso de antiguos patrones de comportamiento, el dolor ya no era tan intenso, la rabia controlada permitía disimular sonrisas y la potencia de las piernas, ejecutar los debidos trámites.
Desconectarse del dolor fue desconectarse la vida otra vez. Así que se sentó nuevamente en el sofá para introducirse en sus lecturas de siempre, pendiente del andar ajeno, del juicio, de las falsas expectativas, analizando todo tan minuciosamente que volvió a perderse entre tanto estigma.
“Pasas por momentos difíciles y crees que es una oportunidad para surgir, pero al final, vuelves a lo mismo, es inevitable”, le dijo Camila a su hermana, quien la escuchó y afirmó con su cabeza sin mirarla.
Sabiendo y sintiendo que la situación familiar no estaba bien, y creyendo que tras cada hecho tenía que existir alguna explicación, continuó leyendo y leyendo, y aunque su cabeza explotó, no le importó. El ambiente seguía casi igual de tenso que antes de la muerte de su padre, pero aun así, una miserable parte cambió, y si un diminuto espacio logró transformarse, ¿por qué no el todo? Esa comenzó a ser su lógica para confiar en que si encontraba una verdad universal, podría reconstruir una parte de ella misma.
Solía observar por la ventana desde su sillón, perderse en un cerro gigantesco y verde que se asomaba tras los edificios, el lugar natural al que había asignado el significado de sus sueños por tanto mirarlo y pensar en el futuro al mismo tiempo. Quizás más allá de las estrofas y conceptos que guardaba, también de ella emanaba un lazo de confianza.
Una tarde, cuando las luces comenzaron a apagarse nuevamente, Camila tomó su libró y se sentó en el sillón de siempre para vociferar nuevas ideas, pero se dio cuenta de que su casa estaba vacía, su madre dormía en su habitación y su hermana había salido. Así que luego de murmurar un centenar de frases desde su libro a la nada, dejando el insomnio al olvido, se durmió.
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