Aroma de verano
Bastaba un poco de calor para revivir la felicidad que se creaba al final del sendero, donde los trigales eran tiesos, donde el sol no daba tregua y el viento te descuera el rostro. Ahí me esperaba la lela, en su casucha de madera podrida y tejas de barro, que recibía a todo tipo de invitados para ver a la Romina, la atracción principal porque parecía lobo, a pesar de que era una quiltra callejera. También estaban los caldos de pollo, con ramas cilantro, cubos de zanahoria, ajo y papas. Exquisitos, aun con los 37 grados de calor uno se llega acostumbrar, ya que todos los días se comía caldo. A veces de osobuco a veces de cazuela y biiiien calentitos, porque ahí no se pasaba frío, por ningún motivo la lela te dejaba que te helaras, ni las manos frías ni los pies de hielo eso no le gustaba.
—¡Uy! tienes las manos heladas panchita, ¿no tienes frío?
—Pero lela si hace mucho calor
—Noooo, yo estoy entumia— Decía frotando sus manos.
Es irónico que ahora esté así, quizá entregó mucho de su calidez y por eso se heló. Cuando nos enteramos, el amarillo se apagó, lo reemplazó el blanco, ese color que se aferraba a las raíces de tu pelo ahora adorna tu rostro y tu cuerpo. Ese color que no te identifica, ni te queda, por que el tuyo es amarillo, como los trigales, el viento tibio y el sol que no da tregua.